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Ankama Trackers
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El tiempo ha dejado de correr. Las estrellas ya no interpretan sus alocadas comedias. Han dejado de ir y venir para dar paso a un cielo tempestuoso que no deja de atormentarnos. La tormenta nos ha impuesto su ritmo cruel y fulmina el cielo oscuro con sus vivas luces. Nada volverá a ser como antes. ¿Rezar? ¿Esperar? ¿Qué hacer cuando un pueblo está al borde de la agonía?
El aire se introduce en oleadas seguidas a través de la ancha ventana de la habitación. Su corriente trae el olor de las últimas flores que quedan desde el patio interior. El perfume inunda la habitación y, sentada con las piernas cruzadas en el suelo de tatami, inspiro ese aroma tan delicado. Mis ojos contemplan el jardín donde vuelvo a verme de pequeña, recorriéndolo de aquí para allá mientras espero a un amigo para jugar. En esta sala que me ha visto crecer, ahora me siento como una extraña. Una desconocida enfrente de las pinturas, las estampas y sus colores, de los cientos de adornos que se agitan a merced del viento.
Al aguzar el oído, puedo percibir el sonido tan típico del tejido al rozar el suelo. Alguien se acerca, y la calma se termina con la melodía de su ropaje. Tsuru entra en la sala y hace una reverencia. No le dirijo ninguna mirada. Mis pupilas siguen los pétalos que se arrancan uno tras otro con los asaltos del viento enrabietado. Cuando Tsuru levanta la cabeza, su voz dulce y fluida inunda la sala y me recuerda mi deber.
—Daimia Hikomi, Pandawelo solicita vuestra presencia.
—Si Pandawelo pudiera levantar su divino trasero, nadie tendría que...
—¡Señora! Por favor...
Noto como el rostro de mi criada se tiñe de rosa. Avergonzada, de repente. ¿Debería haber levantado la voz? No, por supuesto que no. Pero se trata de Pandawelo. Ni siquiera la daimia tiene derecho a hablar de ese ser divino de esa forma. La sombra de una sonrisa divertida me recorre los labios. No le digo nada, la dejo sumergida en sus dudas. ¿Voy a castigarla? En absoluto, ella me importa mucho. Aunque eso Tsuru no lo sabe.
Me levanto, el tejido de mi túnica se estira y vuelve a su forma original. El kozaru, sumergido en la sombra durante todo este tiempo, se muestra. En silencio, veo como su silueta se mueve hacia mí. Lo detengo con un gesto de la mano.
—No necesito escolta.
No necesito un wauwau guardián en mi propia casa. Salgo de la habitación, sin pronunciar palabra y con la reverencia de Tsuru.
Los pasillos del palacio están vacíos y tristes. Hace frío. El agua consigue filtrarse por todos lados, reduciendo la escasa distancia que nos separa de la tormenta. Unas telas, desde las más preciadas hasta las menos encantadoras, han sido colocadas junto a puertas y ventanas para impedir que entre la lluvia. Varios muebles han sido movidos para afianzar las paredes y los arcos, con la esperanza de que nada se derrumbe.
Por fin entro en la sala de meditación. La tempestad que azota la isla no parece haber perturbado nada aquí. El juego de luces de los rayos dibuja el enorme fresco del dragón. Los truenos retumban a lo lejos y, sin embargo, nada altera la serenidad del lugar. El aroma del incienso ha sustituido al perfume de las flores. Adormece mis sentidos mientras contemplo el fino humo que escapa de la barrita. Sus volutas se transforman en el espacio, provocando la aparición de formas indeterminadas.
Pandawelo medita con los ojos cerrados. Su respiración inunda la sala, al igual que el aura relajante que emana de él. Me acerco a la ventana de la habitación; el agua resbala por los cristales y no se distingue nada del exterior. Suspiro con tristeza y mi voz rompe el silencio de la meditación.
—Pandawa... La diosa nos ha abandonado.
Mis ojos se pierden en la espesura helada del vidrio. En vano, intento distinguir algo que no sea su superficie perlada. Ahí fuera, tras los muros en cuyo interior vivo desde siempre, mi pueblo y mis tierras se mueren.
—Ooom… Querida daimia, no debes perder la confianza en la diosa… Ooom… En estos tiempos difíciles, nuestra fe es nuestra armadura más robusta… Ooom…
—La diosa nos ha abandonado.
Repito las palabras sin siquiera oírlas. Un relámpago ilumina la habitación y me ciega durante unos segundos. Mientras el espectro blanco se difumina en mis pupilas, rezo en silencio para que por fin escampe. Pero la sombra fugaz del relámpago vuelve a dar paso a la oscuridad y a la tormenta.
—¿Qué he hecho para merecer ver a mi pueblo sufrir así? ¡La tormenta nos castiga desde hace semanas, la isla está en ebullición! ¿Qué falta hemos cometido para conocer semejante destino?
—Ooom, la voluntad de nuestra diosa es inexpugnable… Ooom, mi meditación es más convulsa, más incompleta… Ooom, pero siento que los espíritus se manifiestan. Algunos son antiguos, muy antiguos, pero también más poderosos… Ooom, alguien o algo ha hecho que despierten. Quizás todo esto no sea obra de Pandawa… Ooom…
Mientras pienso en esas palabras, un temblor sacude el palacio. Oigo como los adornos que cuelgan de las paredes producen su sonido cristalino. Pandawelo me invita a tomar asiento a su lado, para meditar. Intento dejar la mente en blanco, abstraerme de mis sentimientos.
Me siento a su lado y cierro los ojos. Mi mente se acostumbra a la oscuridad. Dejo que el aroma del incienso llene mis fosas nasales, que adormezca mis sentidos. La respiración de Pandawelo se vuelve más profunda, más fuerte… A lo lejos, distingo una silueta tranquilizadora. Me indica que me acerque, pero sé que tengo que resistirme. Sé que podría aliviar mi sufrimiento, pero la contemplo de lejos, la mantengo a distancia y me dejo llevar fuera del tiempo.
Sin que mis ojos estén para verlo, un humo espeso se desprende de la barrita de incienso. Su cola serpentina gira a nuestro alrededor mientras unas fauces de dragón se forman en el lado opuesto de la nube de humo. El dragón da vueltas por la sala de meditación, sus escamas cada vez se distinguen más. Luego, con un sobresalto, unas segundas fauces se desprenden de la nube. Un humo más oscuro se dibuja en el primer dragón. Intenta desprenderse de su hermano gemelo. Ambas formas se enfrentan en silencio, enzarzadas en un combate de garras y fauces. Con un último y doloroso abrazo, las dos nubes desaparecen, por fin separadas.

Al aguzar el oído, puedo percibir el sonido tan típico del tejido al rozar el suelo. Alguien se acerca, y la calma se termina con la melodía de su ropaje. Tsuru entra en la sala y hace una reverencia. No le dirijo ninguna mirada. Mis pupilas siguen los pétalos que se arrancan uno tras otro con los asaltos del viento enrabietado. Cuando Tsuru levanta la cabeza, su voz dulce y fluida inunda la sala y me recuerda mi deber.
—Daimia Hikomi, Pandawelo solicita vuestra presencia.
—Si Pandawelo pudiera levantar su divino trasero, nadie tendría que...
—¡Señora! Por favor...
Noto como el rostro de mi criada se tiñe de rosa. Avergonzada, de repente. ¿Debería haber levantado la voz? No, por supuesto que no. Pero se trata de Pandawelo. Ni siquiera la daimia tiene derecho a hablar de ese ser divino de esa forma. La sombra de una sonrisa divertida me recorre los labios. No le digo nada, la dejo sumergida en sus dudas. ¿Voy a castigarla? En absoluto, ella me importa mucho. Aunque eso Tsuru no lo sabe.
Me levanto, el tejido de mi túnica se estira y vuelve a su forma original. El kozaru, sumergido en la sombra durante todo este tiempo, se muestra. En silencio, veo como su silueta se mueve hacia mí. Lo detengo con un gesto de la mano.
—No necesito escolta.
No necesito un wauwau guardián en mi propia casa. Salgo de la habitación, sin pronunciar palabra y con la reverencia de Tsuru.
Los pasillos del palacio están vacíos y tristes. Hace frío. El agua consigue filtrarse por todos lados, reduciendo la escasa distancia que nos separa de la tormenta. Unas telas, desde las más preciadas hasta las menos encantadoras, han sido colocadas junto a puertas y ventanas para impedir que entre la lluvia. Varios muebles han sido movidos para afianzar las paredes y los arcos, con la esperanza de que nada se derrumbe.
Por fin entro en la sala de meditación. La tempestad que azota la isla no parece haber perturbado nada aquí. El juego de luces de los rayos dibuja el enorme fresco del dragón. Los truenos retumban a lo lejos y, sin embargo, nada altera la serenidad del lugar. El aroma del incienso ha sustituido al perfume de las flores. Adormece mis sentidos mientras contemplo el fino humo que escapa de la barrita. Sus volutas se transforman en el espacio, provocando la aparición de formas indeterminadas.
Pandawelo medita con los ojos cerrados. Su respiración inunda la sala, al igual que el aura relajante que emana de él. Me acerco a la ventana de la habitación; el agua resbala por los cristales y no se distingue nada del exterior. Suspiro con tristeza y mi voz rompe el silencio de la meditación.
—Pandawa... La diosa nos ha abandonado.
Mis ojos se pierden en la espesura helada del vidrio. En vano, intento distinguir algo que no sea su superficie perlada. Ahí fuera, tras los muros en cuyo interior vivo desde siempre, mi pueblo y mis tierras se mueren.
—Ooom… Querida daimia, no debes perder la confianza en la diosa… Ooom… En estos tiempos difíciles, nuestra fe es nuestra armadura más robusta… Ooom…
—La diosa nos ha abandonado.
Repito las palabras sin siquiera oírlas. Un relámpago ilumina la habitación y me ciega durante unos segundos. Mientras el espectro blanco se difumina en mis pupilas, rezo en silencio para que por fin escampe. Pero la sombra fugaz del relámpago vuelve a dar paso a la oscuridad y a la tormenta.
—¿Qué he hecho para merecer ver a mi pueblo sufrir así? ¡La tormenta nos castiga desde hace semanas, la isla está en ebullición! ¿Qué falta hemos cometido para conocer semejante destino?
—Ooom, la voluntad de nuestra diosa es inexpugnable… Ooom, mi meditación es más convulsa, más incompleta… Ooom, pero siento que los espíritus se manifiestan. Algunos son antiguos, muy antiguos, pero también más poderosos… Ooom, alguien o algo ha hecho que despierten. Quizás todo esto no sea obra de Pandawa… Ooom…
Mientras pienso en esas palabras, un temblor sacude el palacio. Oigo como los adornos que cuelgan de las paredes producen su sonido cristalino. Pandawelo me invita a tomar asiento a su lado, para meditar. Intento dejar la mente en blanco, abstraerme de mis sentimientos.
Me siento a su lado y cierro los ojos. Mi mente se acostumbra a la oscuridad. Dejo que el aroma del incienso llene mis fosas nasales, que adormezca mis sentidos. La respiración de Pandawelo se vuelve más profunda, más fuerte… A lo lejos, distingo una silueta tranquilizadora. Me indica que me acerque, pero sé que tengo que resistirme. Sé que podría aliviar mi sufrimiento, pero la contemplo de lejos, la mantengo a distancia y me dejo llevar fuera del tiempo.
Sin que mis ojos estén para verlo, un humo espeso se desprende de la barrita de incienso. Su cola serpentina gira a nuestro alrededor mientras unas fauces de dragón se forman en el lado opuesto de la nube de humo. El dragón da vueltas por la sala de meditación, sus escamas cada vez se distinguen más. Luego, con un sobresalto, unas segundas fauces se desprenden de la nube. Un humo más oscuro se dibuja en el primer dragón. Intenta desprenderse de su hermano gemelo. Ambas formas se enfrentan en silencio, enzarzadas en un combate de garras y fauces. Con un último y doloroso abrazo, las dos nubes desaparecen, por fin separadas.